Ideas clave

Durmiendo con tu enemigo (un poco de contexto)
Querido lector, futuro navegante:
Lo primero, una pequeña observación: a petición de mis queridos lectores, simplifico aún más los posts para intentar que se puedan leer con más facilidad. Lo dejo en tres puntos nada más.
Espero que os guste el cambio.
De joven tenía muy buena memoria. Era capaz de recordar un montón de cosas y de memorizar largos textos para los exámenes.
Cuando empecé a trabajar, sin embargo, me di cuenta de que era imposible retener todas las tareas que tenía que hacer.
Y empecé a apuntarlas todas. Primero, en una libreta. Después, cuando salieron las primeras PDAs, en una HP que me regalaron.
Mucha gente me tomaba el pelo por el aparatejo, pero lo cierto es que apuntar las cosas que tengo que hacer ha sido, para mí, la forma básica de trabajar durante toda mi vida.
Lo primero, para evitar que se me olviden. Nada me disgusta más que tener que reconocer ante alguien que se me ha pasado hacer algo. Me parece que así demuestro muy poca profesionalidad.
Además, para asegurarme de que las cosas que tengo que hacer las hago cuando toque. Es decir, es una manera de luchar contra otro de los enemigos de la efectividad: la procrastinación.
¿Qué ocurre? Que mi lista de tareas se hace inmensa, claro. A medida que me meto en más fregados tengo más temas que atender.
Es importante, para empezar, consensuar la definición de tarea. Si leemos a David Allen, sería la siguiente acción física mínima necesaria para avanzar con un determinado tema.
Sergio Pantiga emplea el término Acción, que define como actividad física y visible que cambia el estado de algo en la dirección que has definido.
A su vez, las metodologías agile consideran las tareas como las acciones mínimas a través de las cuales vamos desarrollando cada product backlog item en cada sprint.
Si te fijas, en todas las definiciones hay varias características importantes:
Es decir, podemos entender el concepto de tarea como los ladrillos con los que construimos nuestro progreso.
Lógicamente, hacia nuestros objetivos.
Espero que ahora entiendas mejor mi obsesión por las tareas, porque sin ellas es imposible que avancemos.
Y, a la vez, mi preocupación por gestionarlas adecuadamente, desde que nacen hasta que mueren (es decir, las completamos).

Pero ¿qué? ¿Cuándo?
Con el tema de las tareas hay varios problemas. Algunos, elementales, como el de registrarlas en algún sitio para no olvidarlas.
Otros, más básicos, como entender el concepto de tarea que hemos descrito antes.
Y no es trivial porque, por ejemplo, yo puedo anotar la siguiente tarea: Preparar presentación para el cliente x.
Cuando me pongo a hacerla, resulta que, primero, me tengo que estudiar las peticiones que me ha lanzado. Después, tengo que compilar las plantillas de presentaciones de mi empresa para el tipo de producto que quiere el cliente. Para, finalmente, preparar el PowerPoint.
Y luego vienen los más complejos y, a la vez, esenciales.
Por una parte, tener claro que la tarea que hemos anotado, de verdad, la debemos hacer. No es un sí que decimos, diciendo no (como dice Michael Bungay) a cosas más importantes.
Por otra parte, definir cuándo la hacemos. Es decir, cuál es el orden de ejecución de las tareas de nuestra lista.
Cuando damos respuesta a estas dos preguntas, qué hacemos y cuándo lo hacemos, ya nos podemos poner a trabajar.
Esas preguntas se ven condicionadas por consideraciones tales como:
Por eso es relativamente complejo decidir qué hacer, por el número de variables en juego.

Un sistema para interiorizar los pasos
Pero resolver las dos preguntas que he comentado no puede suponernos mucho esfuerzo, hasta el punto de bloquearnos.
Por tanto, necesitamos un sistema que podamos convertir en hábito. Una forma de decidir que sea clara, inmediata, repetible y que funcione, por supuesto. Que contemple todas las condiciones de contorno que tengamos en cada momento, aunque éstas cambien.
Necesitamos, además, que ese esquema aproveche las herramientas que utilicemos para apalancarse en ellas y sacar el máximo rendimiento.
El siguiente sistema es el que, después de veintitantos años con las tareas a cuestas y de haber probado mil opciones, me está dando mejor resultado.
Se basa en tres pasos, cada uno de los cuales tenemos que convertir en un hábito.
El primero consiste en saber cómo definir una tarea. Aquí asumo, como el mejor método, entre otras cosas, para reducir la tendencia a procrastinar, el concepto de tarea como elemento mínimo indivisible.
El secreto de tomar la delantera está en empezar, dijo Mark Twain. Y el secreto de empezar estriba en que descompongas tus tareas complejas y abrumadoras en otras pequeñas y manejables y, una vez hecho, empezar por la primera.
Por poner un ejemplo, escribir Preparar tres procedimientos no sería una tarea, sino un mini proyecto. En cambio, quizá Preparar índice del procedimiento xx sí podría ser una tarea.
Hay aplicaciones, como Planner o To Do, que admiten crear tareas e insertar subtareas que vas cerrando de forma independiente. Yo prefiero emplear tareas simples: más fáciles de seguir de un vistazo y más fáciles de planificar, como comentaremos después. Sin añadir niveles innecesarios que generen más fricción.
Puede parecer que llegar a mucho nivel de desglose puede ser emplear un tiempo excesivo. Pero os traslado las siguientes ideas que anulan esa suposición:
Y vinculo este último punto con el segundo paso de mi sistema, que responde a cómo registramos esa tarea una vez definida.
Lo primero, es muy importante, como nos recomienda Sergio Pantiga, que la tarea se defina en términos de acción, es decir, con un verbo. Documento de requisitos es una mala forma de registrar una tarea, porque no aclara qué tenemos que hacer con ese documento.
Lo segundo, la redacción debe ser suficiente clara como para que, cuando abordemos la tarea, sepamos de qué estamos hablando. Os digo por experiencia que, aquí, las prisas se pagan muy caras.
Lo tercero, y lo más crítico, ¿dónde la registro? Aquí viene el baile de las listas. En este tema, cada maestrillo tiene su librillo. GTD recomienda una cosa, ARC recomienda otra…
Yo parto de la base de que, donde esté mi portátil y una conexión a internet, tengo todo lo que necesito para hacer cualquier tarea de trabajo. Por tanto, hay pocos contextos ambientales que me limiten.
Debido a ello, para mí la clave es la prioridad a la hora de hacer cualquier tarea, como ya comentamos en otro post.
Organizarse, nos indica Ryder Carroll, no solo consiste en tachar cosas de una lista, también se trata de ser consciente de lo que de verdad importa.
Por eso, organizo mis listas en función de la prioridad. Así, tengo:
Todas estas listas las tengo en Outlook/To Do.
¿Podría tener una lista para las OT y otra de pendientes, simplemente? Pues sí, pero el problema es que la última sería monstruosa. Como, además, hago mi revisión semanal de tareas y miro lo que tengo que hacer a dos semanas vista, no me resulta incómodo tener las listas de esta semana y la que viene.
Valora y, sobre todo, experimenta lo que mejor te vaya a ti, teniendo clara la idea subyacente.
Y luego está el calendario, que me permite registrar tanto las citas, que tienen fecha y hora, como tareas que tenga que hacer de forma repetitiva ciertos días de la semana (no todos), que empleo, igualmente, hasta crear el hábito.
Las fechas de vencimiento de las tareas la empleo exclusivamente para aquellas para las que tenga un compromiso externo para terminarlas en cierto día. Ojo, esto es importante: mis compromisos internos deben marcar una prioridad, pero no una fecha concreta de realizar una tarea. De lo contrario, estoy sobreplanificando.
El último paso de mi sistema, una vez que tenemos todas las tareas bien organizadas, es elegir cuándo hacemos cada cosa. Mejor dicho, qué hacemos a continuación cada vez que terminamos una tarea.
De eso ya os hablé en este post. Me gustaría actualizar lo que os dije entonces, pero eso me da para otro post.
Te quedas con la intriga.
