Por qué no me gusta la seguridad (un poco de contexto)
Querido lector, futuro navegante:
Recuerdo con qué rapidez reaccionaba nuestra perrilla, sobre todo cuando era jovencita, ante cualquier estímulo inesperado. Su naturaleza se ponía en guardia en cuanto algo no encajaba en el mundo tranquilo que ella esperaba sentir a su alrededor.
Podía levantarse veinte veces seguidas ante el mismo ruido extraño, para volver a tumbarse plácidamente.
Aunque los seres humanos hemos perdido buena parte de esos sentidos, en cuanto a la agudeza visual, auditiva y, sobre todo, olfativa, no cabe duda de que nuestra capacidad de alerta sigue ahí, como parte de nuestro instinto de supervivencia.
Y la encontramos en una parte de nuestro cerebro, la que ha conseguido mantenernos vivos como especie durante miles de años, rápida para detectar y dispuesta a enviar instrucciones ágiles que nos permitan estar a salvo de cualquier peligro.
Otra parte, mucho más lenta, nos permite hacer razonamientos profundos y, por ejemplo, escribir este post. Más perezosa, que le cuesta mucho más entrar en juego y poner orden en nosotros mismos. Pero, a la vez, que es la que nos distingue, por ejemplo, de los chimpancés.
O de mi querida perrilla.
Si recuerdas, hemos comentado en muchas ocasiones esa dualidad que hay en nuestra mente, que autores como Daniel Kahneman o Steve Peters han estudiado con tanta agudeza.
Pero el hombre moderno, al menos en el mundo desarrollado, muy raramente se enfrenta a situaciones en su día a día que le pongan, verdaderamente, en riesgo de vida.
Sin embargo, seguimos percibiendo peligros. Emocionales, materiales, culturales, si cabe, pero multitud de riesgos.
Unas personas los perciben y los gestionan de una manera y otros de otra, pero todos seguimos sintiendo un cosquilleo en el estómago, un chorro de adrenalina que inunda nuestro torrente sanguíneo, un subidón de pulsaciones ante ciertos estímulos.
Y no se trata precisamente de la proximidad de un león o de que una pantera se haya colado en nuestro despacho.
Pero la activación de nuestro cerebro instintivo, irracional, se produce de manera similar.
De hecho, estamos en una sociedad con una enorme aversión al riesgo. Existe, ya desde hace décadas, una corriente en el mundo de los negocios que persigue vigilar y controlar con cuidado los riesgos empresariales.
Se hace cada vez más hincapié en la prevención de riesgos laborales.
Cualquier medida de tratamiento de un riesgo, como un seguro de hogar, es bienvenida y casi obligada para cualquier persona prudente.
Como bien analizó en su día Abraham Maslow en su célebre pirámide, una de las necesidades básicas del ser humano moderno es la seguridad. De hecho, la ONU trabaja con el concepto de la que la seguridad es el marco fundamental de desarrollo del ser humano.
Todo eso ha generado un marco cultural, al menos en los países desarrollados, de aversión al riesgo y de consideración de la seguridad como uno de los valores supremos de nuestra sociedad, como he comentado también bastante desde Twitter.
Partiendo de la base de que, como norma general, es obvio que tenemos que establecer unos mínimos de seguridad para todas las personas, que les permita vivir una vida suficientemente pacífica, también creo que la obsesión del hombre occidental, que tiene esa seguridad más que garantizada, nos está haciendo mucho daño.
Fundamentalmente, porque la aversión o apetencia del riesgo no deja de ser más que una actitud, un modelo mental que introduce sesgos en nuestro comportamiento, como el propio Kahneman ha documentado con tanta claridad.
Ninguna cosa en la vida, nos dice el profesor Kahneman, es tan importante como pensamos cuando pensamos en ella.
Por tanto, a más aversión que, cultural o personalmente, tengamos, más sesgadas van a estar nuestras decisiones, independientemente de la importancia real, probabilística, de un riesgo.
En muchos aspectos de la vida, nos dice el profesor Paul Slovic, la gente se forma opiniones y hace elecciones que expresan directamente sus sentimientos y su tendencia básica a buscar o evitar algo, a menudo sin saber que lo hacen.
Ello hace que la obsesión por la seguridad se convierta en un factor limitante de nuestra capacidad de crecimiento. Tenemos que tener claro que crecer implica, inevitablemente, superar límites y barreras y, por tanto, arriesgarnos, salir de la famosa zona de confort donde el ser humano moderno se ha empeñado en atrincherarse.
Nos comprometamos o no con el movimiento, nos dice Seth Godin, el mundo nunca se mantiene precisamente como era. Insistir en ello es simplemente una pérdida de tiempo y una fuente de frustración.
Por tanto, tenemos que tener mucho cuidado con el nivel de culto que damos a la diosa seguridad en nuestras vidas si, como futuros navegantes, realmente queremos tomar el timón en ellas.
Atrapados, no salvados, por el miedo
Evidentemente, ese instinto de autoprotección es vital, en el más estricto sentido. Sin él no hubiéramos sobrevivido ni como especie ni de manera individual.
Pero es importante distinguir entre los miedos funcionales y miedos disfuncionales. Los primeros son los que nos permiten sobrevivir. Son los que nos produce un depredador o la posibilidad de ingerir algún tipo de veneno, por ejemplo.
Pero los segundos son percepciones de la realidad basadas en creencias o concepciones que no tienen por qué ser ciertas y que nos bloquean. Son, por ejemplo, los que nos surgen ante una nueva oportunidad de trabajo, por creer que no tenemos la capacidad suficiente para abordarlos.
Son los que, ante un problema, nos hacen evitarlo en lugar de enfrentarlo con tranquilidad, como queremos conseguir en este blog.
En ese sentido, muchos de nosotros tenemos esas creencias limitantes en cuanto a nuestras competencias profesionales, en cuanto a las probabilidades de éxito en lo que intentemos o, incluso, sobre si realmente nos merecemos ciertos logros.
Son las creencias sobre nosotros mismos que nos llevan a sobrevalorar los riesgos, aplicando esos sesgos de que hablábamos.
Si yo creo que no he adquirido determinados conocimientos o habilidades, sobreponderaré el riesgo de cambiar de trabajo y, por ello, me seguiré quedando en el mismo puesto, aunque no me guste ni me enriquezca en absoluto.
Si yo creo que son mínimas las probabilidades de que funcione esa idea de negocio que me lleva rondando ya mucho tiempo, porque es muy difícil que una empresa funcione, no me decidiré a dar el paso ni siquiera de experimentar con ella.
Pero me gustaría plantearte algunas ideas clave para intentar dibujarte la realidad sobre el problema que nos surge aquí:
¡Es mi oportunidad!
Tener miedo, como hemos comentado, es inevitable. Salvo que seas un insensato, muchas situaciones a las que te enfrentes te generarán esa sensación.
Por tanto, la clave no está en no tener miedo, sino en saber interpretarlo. Con esto, me refiero a:
El objetivo está, por tanto, en transformar nuestros miedos no en una experiencia bloqueante sino en otra de percepción de la novedad, detrás de la cual pueden estar muchas oportunidades. Modificar, por tanto, nuestra visión hacia una mucho más positiva y constructiva.
Dicho de otro modo, convertir esas mariposas en el estómago en el presagio de que algo nuevo y bueno puede pasar, no en el de la preparación para la lucha o huida.
Como nos dice Mo Gawdat, si tienes que elegir entre dos pensamientos y no puedes demostrar ninguno de ellos con total certeza, elige el que te hace feliz.
Si no puedes con tu enemigo…
El ser humano se empeña, mucha veces, en ir contra su propia naturaleza. Ya lo hemos comentado en otras ocasiones. E ir contra nosotros mismos, como decía un amigo, es crear violencia innecesaria. O, dicho por James Clear, es crear una fricción que nos dificulta cualquier cambio.
No es posible evitar cualquier riesgo en nuestra vida. Tampoco vamos a dejar de tener miedos. Está en nuestra naturaleza.
Pero lo que sí podemos hacer es cambiar nuestra experiencia ante los riesgos y el temor que nos producen. Para ello, te propongo que explores varias vías.
Por una parte, tenemos que intentar valorar los riesgos de la forma más objetiva posible, intentando evitar que nuestros sesgos cognitivos actúen.
Para ello, una buena técnica es la de ponernos en el peor de los resultados posible. Es decir, en lugar de intentar escapar de nuestros miedos, de calmarlos, démosles el alimento que nos piden.
Vamos a comprobar, así, que el mundo no se acaba por cometer un error profesional. Que nada hay insalvable ni irrecuperable. Que no hay prácticamente nada que no podamos superar a nivel profesional, siempre dentro de una práctica honrada e íntegra.
Pero también hay otra cosa que podemos hacer: enfrentar nuestros miedos entre sí.
¿Qué prefieres, equivocarte o lamentarte toda la vida por no haberlo intentado? ¿A qué das más importancia, a tu miedo al fracaso o al remordimiento?
El coste de no hacer nada a menudo es más elevado que el coste de afrontar tu miedo, nos recuerda el propio Gawdat.
Sobre todo si ese riesgo con el que nos hemos encontrado nos pone, a la vez, ante una oportunidad profesional que puede ser única, este enfoque es muy poderoso.
Esas posibles oportunidades hacen que cualquier cambio, aunque parezca una pérdida de estatus dentro de nuestra empresa, aunque sea dejar atrás un proyecto que parecía emocionante, pueda implicar una situación más propicia para mostrar nuestro verdadero potencial.
Por eso, visualizar la peor situación posible, a la vez que visualizamos qué oportunidades dejamos atrás, es una de las mejores formas de cambiar el contexto cuando nos enfrentamos a un posible riesgo. Y ese cambio de contexto es esencial para que no entren en juegos nuestros sesgos.
Esta estrategia de ponernos en el peor de los casos tiene otro efecto beneficioso en nuestra manera de gestionar nuestros miedos.
En efecto, al intentar predecir la peor situación posible podemos ver esos miedos como una forma de generar en nosotros la tensión necesaria para evitar que esa situación llegue a concretarse.
Si el resultado negativo se debe a nuestra falta de preparación, trabajemos nuestro acervo de conocimiento. Si se debe a una falta de planificación, trabajemos en ella. Si se debe a falta de recursos, busquemos fuentes alternativas. Si no disponemos de alternativas, establezcamos un plan de contingencia.
Es decir, preparémonos mejor para afrontar el riesgo.
Y este enfoque tiene otra consecuencia que a mí me encanta: los riesgos, entendidos como eventos que pueden afectarnos negativamente, se pueden considerar una forma de problemas.
Por ello, si nos convertimos en solucionadores de problemas, como perseguimos con este blog, los riesgos se convierten, casi al 100%, en oportunidades. Bien porque nos puedan afectar positivamente o bien porque nos dan la opción de diferenciarnos, al definir soluciones que nos permitan afrontar el riesgo sin efectos perniciosos.
De hecho, los riesgos se han vinculado, en algunos artículos, con una fuente de creatividad, si estamos preparados para acometerlos.
Sin lugar a duda, el mayor miedo surge cuando nos sentimos indefensos ante el riesgo. Cuando no vemos que tengamos medios para enfrentarlo. Cuando aquello a lo que nos enfrentamos parece mayor y más fuerte que nosotros.
Es el momento en que nos decidimos a evitarlo, a huir de él. Es la situación en que el riesgo nos bloquea y limita nuestro crecimiento.
Pero esta situación también la podemos afrontar de otra forma: reduciendo el impacto del riesgo.
Es decir, si es un paso importante, intentemos darlo pero a través de pasos más pequeños.
Si es una inversión elevada, intentemos hacerla de forma progresiva.
Si es un cambio profesional, busquemos primero una mentorización que nos permita conocer las dificultades del puesto antes de abordarlo por completo.
Dividir un riesgo en otros más pequeños es un modelo vinculado con esa mentalidad experimental de la que ya hemos hablado, en la que intentamos un nuevo camino de forma que nos equivoquemos, en su caso, de forma rápida y con escaso impacto.
Con ese concepto de que lo importante es aprendizaje, mucho más allá del resultado. Como nos propone Greg McKeown, falla a bajo precio: comete errores del tamaño adecuado para aprender.
Si somos capaces, en efecto, de hacer de nuestra vida un pequeño laboratorio, cualquier cambio al que nos enfrentemos se convertirá en una nueva experiencia. Aflorarán las oportunidades y dejaremos los miedos atrás.
Jeff Haden nos dice que las personas productivas no son más valientes que los demás; es sólo que acaban encontrando la fuerza para seguir adelante. Se dan cuenta de que el miedo es paralizante, mientras que la acción genera confianza y seguridad en sí mismo.
Pero, para tomar esas acciones, es importante que estemos preparados. Fundamentalmente, como solucionadores de problemas. ¿Crees que esta capacidad te puede ayudar?
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